El edificio en donde vivo fue construido en 1865 y a lo largo de su siglo y medio de existencia, fue remodelado poco a poco para proporcionar a sus inquilinos los imprescindibles elementos del bienestar moderno.
Propiedad inicialmente de una vieja soltera bretona, los pisos pertenecen hoy a una decena de personas, de las cuales tres viven aquí.
Yo me dejé seducir por la luz de esta quinta planta sin ascensor. Disfruto de un balcón que mis gatas adoran y desde la cocina veo la cúpula del Sagrado Corazón. Parqué chirriando, molduras y chimenea completan el panorama.
Esta vivienda conlleva una poesía que no tienen los pisos modernos, cuadrados, basicamente funcionales. Cuando llegué contaba detalles de mis antecesores y si me marcho un día, dirá mucho de mi personalidad. Pero esta ventaja tiene su contrapartida que aparece cada vez que se trata de obras.
El pasado viernes, cuando volví a casa, constaté con despiste que no había agua en el grifo.
Tras una encuesta entre el vecindario resultó que los pisos Norte no tenían problemas y que en los pisos Sur, cuanto más alto, cuanto menos agua.
Era demasiado tarde para llamar a un fontanero así que me resigné y fue relativamente fácil ya que mi vecina de rellano me avisó que se marchaba de vacaciones al día siguiente y me propuso invadir su piso, de okupa.
El sábado por la mañana, el vecino de la cuarta planta capturó a un fontanero por la mañana pero le explicó mal el tema y el problema permanecía.
Yo salí de compras y cuando volví, el fontanero había vuelto y con las explicaciones más acertadas de otro inquilino, había solucionado el problema.
Tras 24 horas inventando estratagemas para no perder las gotitas que salían de vez en cuando, ya tenía claro el consumo que hacemos sin siquiera pensarlo de este precioso líquido. Pero recuperar una alimentación normal fue una verdadera alegría.
¡A veces la felicidad es tan sencilla como agua en el grifo!