Después de varios meses de idas y vueltas entre París y un pequeño pueblo de Borgoña, ya llegó la hora de volver a la Ciudad de las luces con las gatas, mis computadoras y todo mi equipaje.
Deshacer las maletas y guardar las cosas, controlar que las gatas aguantaban su nueva casa y salir para arreglar el tema de las compras… Este primer día me pareció muy corto.
Luego dediqué dos días a teletrabajar desde casa. Como lo imaginaba, las gatas añoran el jardín, pero parecen interesadas por las plantas del balcón e imagino que dentro de poco tendrán un ritmo parisino perfecto.
También aproveché estos días para caminar por el barrio, escudriñar los cambios, probar una terraza del distrito XVII con un vecino, almorzar con una amiga en una terraza de la calle Clignancourt y saborear un pastel de Arnaud Larher.
Y para alcanzar mi cuota diaria de kilómetros, hice un largo recorrido para encontrar zapatos de exploración urbana. Desgraciadamente, de momento no llegó el modelo que deseaba.
Luego consideré que se acababa la fase de readaptación de las gatas y volví a mi instituto de siempre.
Con gusto volví a encontrar de carne y hueso a mis colegas de siempre. Creo que no tuvimos una productividad estupenda, pero necesitamos estos momentos de reencuentro.
Al atardecer hice volví caminando por la calle de los Pirineos y constaté que ya recuperó su vidilla de siempre a pesar de los cierres de algunas tiendas.
Al día siguiente, mi camino de vuelta pasó por el centro Pompidou en donde los bomberos estaban entrenándose, bajando desde la última planta con una cuerda, bajo las miradas inquietas de los transeúntes.
Y este fin de semana, hice un largo recorrido alrededor de la colina de Montmartre. Con gusto constaté que había un ambiente festivo al pie del Sagrado Corazón, con gente por todas partes… No sé cuanto tiempo seguiremos con esta suave euforia, pero de momento nos viene bien.
¡Hasta pronto!