La primavera que se acaba regaló a los parisinos una sucesión de 21 días sin lluvia. Los registros de la meteorología gala dicen que eso ocurrió por última vez sesenta y cuatro años atrás.
Sobra decir que en este contexto la ciudad parece cada día más agobiante y que todos los parisinos buscan una solución para disfrutar un lugar fresquito.
La pasada semana visité con mucho gusto el parque Kellermann, pero se halla bastante lejos de mis circuitos habituales.
Entonces estos últimos días preferí pasear por el centro de París y noté de paso que los parisinos ya se apoderaron de la punta Oeste de la isla San Luis.
Con gusto me perdí por las calles sombrías del Marais, visitando la tienda de una decoradora, evitando las tentaciones de las tiendas más asequibles, pasando por el gran almacén climatizado que se halla al lado del Ayuntamiento y acabando por la tienda de bricolaje que se halla al lado del Centro Pompidou.
Los parisinos ya empiezan a olvidar las mascarillas y el virucito: invaden las terrazas de café al atardecer y algunos aprovechan los fines de semana para escaparse de la capital. Pero los precios aumentaron mucho más que los salarios, y son muchas las personas que tienen que contar cada euro para llegar a fin de mes.
Hoy estaba a punto de estudiar el ritual de danza de la lluvia cuando sonó el trueno y empezó una lluvia casi diluviana que duró media horita. La temperatura bajó enseguida de varios grados y ya no necesito regar las macetas de mi balcón.
A ver si mis pensamientos consiguen convocar a la lluvia otra vez…