Ya se acabaron las semanitas de vacaciones y llegó la hora de volver a la ciudad de las luces.
Viajé en el tren de la madrugada y fui directamente de la estación al trabajo.
Como siempre, retomar el ritmo de la gran ciudad resultó algo difícil, pero este año también fue muy complicado ponerse al día en el trabajo. No reemplazaron a los que se jubilaron y no reducieron la cantidad de trabajo. Total, al llegar a mi instituto, me encontré con un sinfín de tareas esperando en mi despacho.
Al salir de la oficina, fue preciso correr para llenar la nevera y la velada fue demasiado corta para arreglar todos los temas pendientes en la pila de correos.
Al día siguiente se vaciaron las calles cuando llegó la hora de la semifinal del mundial. Yo aproveché este momento para ir de comprar en un supermercado abandonado, y cuando volví a casa, al escuchar los gritos de la gente, pude imaginar las peripecias del partido hasta el clamor final de alegría. Luego, en mi barrio, empezó una ronda de coches y de bocinas hasta media moche. Sobra decir que no tuve mi cuota de horas de sueño…
El jueves, mientras se disputaba la segunda semifinal, pasé una noche muy agradable en la terraza de una vecina, compartiendo los productos que habíamos comprado durante las vacaciones…
El viernes me marché de París y fui a ver la final en el jardín de un cafe-restaurante, en medio de una centena de personas, entre dos luxemburgueses y dos holandeses.
¡Vaya suspense!
Y después de casi dos horas, los galos consiguieron su segunda estrella…
A ver como celebran el acontecimiento en París…