A modo de intermedio vacacional, mi cómplice de siempre pasó dos días en París y me reclutó para cenar fuera de su casa.
El primer día visitamos una pizzería de barrio antes de dar una vuelta entre el cementerio del Père Lachaise y Belleville. En el bulevar de Menilmontant, los bares de moda me parecieron bastante concurridos y no quedaban muchas mesas en las terrazas. En la calle Saint Maur, se veían grupos en la acera, en frente de algunos bares. Pero globalmente, todo me pareció muy tranquilo.
Al día siguiente, cenamos en un pequeño sitio vietnamita de la calle Mont Louis antes de probar una de las terrazas de la calle de la Roquette.
Ultimamente, los restaurantes que funcionan tienen que proponer un menú del día entre 10 y 13 euros o disponer de una terraza apartada del tráfico automóvil. En cuanto a los bares, tienen que proponer cañas o chatos de vino por 2 o 3 euros.
Y aún así, son muchos los clientes que buscan soluciones de socialización más económicas…
El jueves fue el día más caluroso de la semana, con 36 grados. Al salir de mi oficina, el calor aplastante me quitó las ganas de pasear y dediqué la noche a regar mis plantas, cactus incluidos…
Pero al día siguiente, las temperaturas bajaron un poco y al pasear por las calles del Marais, se notaba una brisa ligera muy agradable.
Este fín de semana, anunciaban mucho tráfico con las vueltas y salidas de vacaciones y dicen que alcanzaron 828 kilómetros de atascos.
Yo formaba parte de los que no se movían de París y aproveché el frescor matinal para hacer algunas compras. En medio día estaba en un gran almacén de bricolage y constaté que la planta baja, climatizada, servía de refugio térmico para algunos clientes… 🙂
Hoy se notaba el ritmo agosteño en el mercado del Poteau: menos gente y el son de un acordeón.
París se vació.
El café de los tres hermanos cerró por vacaciones y sus feligreses se trasladaron al bar de la esquina.
Y yo me otorgué un momento de descando y contemplé mi madreselva bailando bajo el sol por encima de las chimeneas parisinas.